La imprescindible ética

NECESITAMOS CONCIENCIA MORAL

Cada vez se habla más de valores y de ética. Necesitamos sentir que los mayores bienes conquistados por el ser humano no se derrumban bajo el síndrome de la corrupción[1].

Hay un sufrimiento añadido a lo que estamos viviendo como corrupción, mala praxis política, desahucios, abusos de los mercados financieros y esa larga lista que no solo empobrece nuestras condiciones de vida, basadas ya en la pura supervivencia, sino que empobrece el sentido de nuestra hu­manidad.

Lo que agrava la situación es que no salga nadie y diga «lo siento». Lo que empeora nuestro ánimo es que no haya un alma que se avergüence de lo que ha hecho o ha permitido que sucediera, sa­biendo sus consecuencias. Lo que daña nuestro sentido humano es que algunos corazones no hayan sufrido dolor por la angustia ajena, ni la más leve culpa por su irresponsabilidad, ni la compasión necesaria para asumir conjuntamente parte de la carga y de la solución a tan­tos problemas. Parece como si la ética y la moral pertenezcan al terreno de la literatura y. de las grandes declaracio­nes, mientras que las acciones se tiñen de una espeluznante realidad: ¡Tonto el  último!

 

Toda acción surge de una intención que, por muy interesada que sea para uno mismo, repercutirá en los demás y en el mundo. De ahí nace la conciencia moral que procura distinguir entre los principios que gobiernan a uno mismo y la consideración ética de sus acciones. Sin embargo, todo intento de volver a reivindicar valores y principios morales topa con muchas dudas, algunas tan antiguas como las que planteó Sócrates el filósofo: ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Cómo se adquiere esta cualidad, si no es posible enseñarla?

 

La educación del carácter tiene su fun­damento teórico en la ética de las virtu­des que proclamó Aristóteles. Según el maestro griego, la virtud tiene tres aspec­tos bien definidos: un comportamiento (una conducta que podríamos conside­rar como virtuosa como, por ejemplo, la generosidad), un sentimiento (se ac­túa con generosidad porque es bueno, porque hace bien, porque se ama ser generoso) y finalmente una razón (per­mite reflexionar los motivos por los que ciertos actos y rasgos son buenos Y otros malos). De poco sirve adoctrinar sin la práctica y la integración emocional de la virtud; no es la razón, sino el sentimiento, el que nos mueve a actuar.

 

Ahora se insiste en recuperar valo­res. ¿Cómo lo haremos para integrarlos a nuestra vida? ¿Sirven los de toda la vida, o tal vez están en proceso de trans­formación? ¿Tendremos que volver a los viejos relatos heroicos para lograr un modelo ideal como hacía el viejo Homero, aunque al precio de un inevitable determinismo? Pocos admitirían hoy una educación en valores que fuera sinónimo de socialización.

Nos encontramos así en tierra de nadie: nos quejamos de crisis de valores, se exige más educación moral, pero a su vez nos parece un discurso anticuado. Como apunta Alasdair MacIntyre, «la moral puede ahora favorecer dema­siadas causas y la forma moral provee de posibles máscaras a casi cualquier cara». Ya fue Nietzsche quien advirtió de esta habilidad vulgarizada del mo­derno lenguaje moral.

RESPONSABLE DE NUESTROS ACTOS

«No busquemos solemnes definiciones de la libertad. Ella es solo esto: responsabilidad» (George Bernard Shaw)

Los filósofos antiguos se preguntaban: ¿cómo debemos vivir? Hoy, en cambio, la pregunta puede ser otra: ¿qué podemos ser? MacIntyre propone que tengamos antes en cuenta de qué historia o histo­rias nos encontramos formando parte. Entramos en sociedad con múltiples papeles asignados, con guiones previa­mente escritos que infieren lo que está bien y lo que está mal. Cuenta Victoria Camps que «la ética de la modernidad es una ética de los deberes, a diferencia de la ética antigua, que era una ética de las virtudes. A la ética le concierne estable­cer las obligaciones que atan al individuo con la sociedad en la que vive». Ocurre que no son leyes, sino códigos de con­ducta que acaban dependiendo de la res­ponsabilidad propia. ¿Cómo educar esa conciencia? ¡Qué fácil es hablar de moral y de valores, y qué difícil actuar coheren­te y comprometidamente con ellos!

Ejemplo de rectitud e integridad fue Immanuel Kant. Su propuesta de moral, tan universalizadora como inevitable­mente abstracta y formal Justicia, paz, libertad … ) solo encuentran refugio en la idea de que el deber moral supremo es el respeto, a uno mismo, al otro y a la humanidad. La dignidad y la libertad, el ser humano como fin en sí mismo. Eso lo entendemos todos y, por lo visto,  la mayoría estamos de acuerdo ¿Porqué entonces  tenemos la sensación que el mundo se parece  más a la ética  del miedo de Hobbes (“El hombre es un lobo  para el hombre”) que no a la conciencia moral kantiana?

 

NUEVAS CAPACIDADES

«¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?» (Vincent van Gogh)

Los tiempos de tribulaciones son ópti­mos para el pesimismo y el parasitismo. La consideración de que el mundo se hunde y de que no tiene solución gana en adeptos sumidos en los sentimientos morales expresados por P. F. Strawson: el resentimiento, la indignación y la cul­pa. Todos ellos se manifiestan en nues­tras relaciones interpersonales, que, a la postre, determinan el sentido mismo de nuestro comportamiento social. Qui­zá po rahi.se entrevé algo que no alude tanto a deberes y obligaciones morales como a sensibilidades.

Cuenta Guillermo Hoyos, de la Universidad de Bogotá, que esos sentimientos y sus contra­partidas positivas, el agra­decimiento, el perdón, el reconocimiento o la solidaridad, constitu­yen una especie de sistema de relacio­nes interpersonales que dan cohesión a las organizaciones y al tejido social: «La sensibilidad moral es todo un sistema de alarmas y sensores que tenemos ins­talados los humanos que nos permiten estar atentos y cuidar nuestras vidas y las de los semejantes». Salimos así de la cueva interior, de creer que la moral se origina en la interioridad del sujeto. Vamos camino de una visión de comunidad que se  desprenda de una vez de los tiempos del individualismo que nos han precedido. Ya basta de tanto lobo, de tanta ambición materialista, de tanto abuso del otro y de tanta mediocridad en el trato humano. Nada es más desesperanzador que con vivir con

la miseria moral. A la dignidad del po­bre se opone la indignidad del mísero, aquel que vive alejado del amor, desconectado del corazón.

Nos sirven los universales de Kant, el método aristotélico y la más moder­na ética aplicada. Todo ello en el juego de la acción social, las relaciones inter­personales, a través de las que intuimos y elaboramos aquello que nos parece que es el bien mayor. Aspiramos, por el  bien de todos, a una mayor sensibilidad moral (respeto y dignidad), una mayor capacidad de ser  para uno ( responsabilidad), para los demás (vínculos éticos y compasivos) y para el mundo en su conjunto (valores cívicos).

 


[1] Por Francesc Miralles