Decenario al Espíritu Santo (7)
10 días de preparación para Pentecostés
El Decenario es una bonita y antigua costumbre con la que la Iglesia anima a sus fieles a preparar del mejor modo posible la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Comienza 10 días antes de dicha fiesta. En ese día Jesucristo prometió a sus discípulos que les enviaría al Paráclito. Los discípulos permanecieron en Jerusalén en continua oración junto a María.
Son, por tanto, estos días una ocasión propicia para recordar aquella primera oración conjunta y prepararnos para celebrar la venida del Espíritu Santo.
“La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.” (Francisca Javiera del Valle).
SEPTIMO DÍA DEL DECENARIO AL ESPÍRITU SANTO
“¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría!”
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos:
fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo:
inflama mi voluntad…
He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo:
después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y de paz!:
quiero lo que quieras, quiero porque quieres,
quiero como quieras, quiero cuando quieras.
San Josemaría Escrivá de Balaguer (1934)
Consideración para este día
El don de la sabiduría nos permite conocer a Dios y gozarnos en su presencia
Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: «al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor» (Mateo IX, 36).
No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano.
La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo.
Hemos de vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental:
«De la misma manera que los cuerpos transparentes, nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia.
Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios» [1].
La conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino.
Oración para finalizar
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
Fuente: http://www.primeroscristianos.com
[1] San Basilio Magno, Sobre el Espíritu Santo, Cap. 9, n. 23