Decenario al Espíritu Santo (5)

10 días de preparación para Pentecostés

El Decenario es una bonita y antigua costumbre con la que la Iglesia anima a sus fieles a preparar del mejor modo posible la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Comienza 10 días antes de dicha fiesta. En ese día Jesucristo prometió a sus discípulos que les enviaría al Paráclito. Los discípulos permanecieron en Jerusalén en continua oración junto a María.

Son, por tanto, estos días una ocasión propicia para recordar aquella primera oración conjunta y prepararnos para celebrar la venida del Espíritu Santo.

“La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.” (Francisca Javiera del Valle).


QUINTO DÍA DEL DECENARIO AL ESPÍRITU SANTO
El Espíritu Santo está en medio de nosotros

Oración para comenzar

¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos:
fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo:
inflama mi voluntad…
He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo:
después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y de paz!:
quiero lo que quieras, quiero porque quieres,
quiero como quieras, quiero cuando quieras.

San Josemaría Escrivá de Balaguer (1934)

Consideración para este día

Fuerza de Dios y debilidad humana

Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.

Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo.

Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaran: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…

Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: «Señor, Jesús», pues «nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo» (1 Corintios XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mateo VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: «Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre» (Gálatas IV, 6).

Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: «es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría» (I Cor XII, 8) … Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta.

Oración para finalizar

Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.

Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.

Fuente: http://www.primeroscristianos.com